EL ERMITAÑO: ¿HAY ALGUIEN AHÍ?
Sallien Nichols*
Quien mira hacia afuera, sueña; quien
mira hacia adentro, despierta. Jung.
En la terminología junguiana el Ermitaño representa el arquetipo del Viejo Sabio. Al igual que Lao-tzu, cuyo nombre
significa «anciano», el fraile aquí representado encarna una sabiduría que no
se halla en los libros. Su don es elemental y no tiene edad, como el fuego de
su lámpara. Es hombre de pocas palabras, vive en el silencio de la soledad, el
silencio anterior a la creación sólo del cual puede tomar forma un nuevo mundo.
No nos trae sermones, se ofrece a sí mismo. Por su simple presencia ilumina la
búsqueda temerosa del alma humana y calienta los corazones vacíos de esperanza
y de sentido.
Según Jung, esta figura personifica «el arquetipo
del espíritu... el sentido oculto preexistente en el caos de la vida». Se
distingue del Papa en que este monje no está entronizado como portavoz y
arbitro de las leyes generales; se distingue de la Justicia en que no lleva
ninguna balanza en la que pesar nuestros imponderables. Esta figura se nos
muestra muy humana, caminando sobre el suelo e iluminando sus pasos sólo con la
luz de su pequeña lámpara.
Como el Loco, es un caminante; la capucha de
monje, prototipo del tocado del Loco, los conecta como hermanos en el espíritu.
Pero la marcha de este viajero es más comedida que la de aquel joven loco. No
mira por encima del hombro. Aparentemente, no necesita ya considerar lo que
dejó atrás, asimiló la experiencia del pasado. Tampoco necesita escudriñar horizontes
lejanos en busca de poderes futuros. Parece contento con el presente inmediato.
Sus ojos están muy abiertos para percibirlo, sea lo que sea. Va a captarlo y
lidiarlo de acuerdo con su propia iluminación.
Su lámpara parece un símbolo adecuado para la
introspección del místico. Mientras el Papa enfatiza la experiencia religiosa
bajo las condiciones que prescribe la Iglesia, el Ermitaño nos ofrece la
posibilidad de la iluminación individual como una potencia humana universal,
una experiencia no limitada a santos canonizados sino alcanzable, en algún
grado, para toda la humanidad.
La llama que sostiene el Ermitaño podría
representar la quintaesencia del espíritu inmanente en toda vida, el centro
mismo del significado que es el fugaz quinto elemento que trasciende los cuatro
de la realidad mundana. Nos ofrece esta luz interior, cuya llama dorada, por sí
sola, disipa el caos espiritual y la oscuridad.
Esta llama está parcialmente oculta por una
cortinilla que la protege de los elementos, y quizá también para que su brillo
no ciegue al Ermitaño o deslumbre a aquellos que encuentre por el camino. Sabe
que su fuego ha de controlarse cuidadosamente para que sea útil. Controlado,
puede calentarle y protegerle de los animales; descontrolado, el fuego, por sí
mismo, puede convertirse en una bestia rapaz que devore al Ermitaño y destruya
su mundo.
Una de las cortinillas de la lámpara del Ermitaño
es rojo-san-gre, de manera que la luz que se ve a su través esté en contacto
con el color de la carne y de la sangre de la humanidad, teñida con las
pasiones y compasiones que se destilan de la experiencia de una vida. Los otros
colores de esta carta nos hablan de un acercamiento que es natural más que
filosófico y abstracto. La capa del monje es azul celeste, color del Espíritu
Celestial, tal como se expresa en la naturaleza. El forro es amarillo,
sugiriéndonos la conexión con el «oro filosofal», esa pepita de significado
enterrada en lo más profundo de la tierra y de la naturaleza humana; esta
substancia preciosa que fue meta de los alquimistas descubrir y liberar. Como
nos lo atestigua la llama del Ermitaño, él mismo consiguió esta meta.
Aunque se usen palabras distintas para expresar
el deseo, hay hoy en día muchos que buscan ese tesoro, tanto literal como
simbólicamente hablando. A nivel literal, el agotamiento de la energía y el
exceso de población han empujado a los científicos a descubrir maneras nuevas
de liberar las fuerzas gigantescas encerradas en la estructura atómica.
Paralelamente, un empobrecimiento del espíritu humano, y la consecuente
disminución de la energía psíquica, han forzado a un número cada vez mayor de
seres humanos en todos los campos a mirar dentro de sí mismos para encontrar lo
que Jung llamó «el desconocido sí-mismo», con toda su reserva de energía
primaria, así como su sabiduría ancestral. Es un tiempo de búsqueda universal a
diferentes niveles.
En los mitos y en los cuentos de hadas, cuando el
héroe que va en busca del tesoro ha perdido su camino o ha vencido en una
prueba, suele aparecer el Anciano que le entrega nueva luz y esperanza. De la
misma manera, esta figura puede materializarse en nuestros sueños. Esto es
especialmente cierto cuando nuestro dilema personal se hace eco de una prueba
similar en nuestra cultura, ya que el Ermitaño ha encontrado dentro de sí-mismo
lo que como sociedad perdió o ignoró. No es accidental, pues, que en la
medianoche cultural de nuestro tiempo haya aparecido de repente, como una
estrella, para que compartamos su antigua luz en nuestros problemas
contemporáneos.
Aunque su reaparición pueda parecemos brusca,
llega con gran retraso. Desde el comienzo de este siglo los poetas han visto
avanzar la oscuridad. Hace más de cincuenta años, William Butler Yeats nos
avisó:
Girando y girando en el amplio gris
el halcón no puede oír al halconero;
las cosas se derrumban, el centro ya no sostiene;
la anarquía pura anda suelta por este mundo,
la condenada marea de sangre se derrama y por
doquier
lo mejor carece de convicción,
mientras que lo peor está lleno de intensidad
apasionada.
¿Qué mejor descripción de nuestro presente
dilema? El desgraciado «tema Watergate» de nuestra reciente historia no fue más
que una pequeña escaramuza en un mar de confusión y corrupción en el cual el
espíritu del hombre se ha visto inmerso por doquier. La ceremonia de la
inocencia se ha visto ahogada y la anarquía anda suelta en la tierra. Como vio
Yeats anteriormente, la debacle no es solamente algo concerniente al poder;
esto era una cuestión superficial. Es el «centro» lo que ya no aguanta. Hay
algo muerto y equivocado en el meollo de la vida. Estamos vacíos de
significado.
Según Jung, la apremiante necesidad de encontrar
un significado es el motor primario que hace nacer todos los aspectos de la
psique, incluyendo la misma consciencia del ego. En contradicción con Freud,
quien defendía que la necesidad de conciencia de la personalidad deriva de la
libido sexual, Jung creía que el impulso que nos lleva hacia la búsqueda de
significado existe al nacer como instinto en la psique humana. Sintió que el
hombre es por naturaleza un animal religioso. Si aceptamos esta premisa, se
hace cada vez más claro que la desvitalización presente de los símbolos
religiosos convencionales, acompañado del resquebrajamiento de la estructura
familiar, nos ha dejado a todos con un vacío insaciable en el centro mismo de
nuestro ser. Aún gracias que no estemos rezando a falsos dioses y que nuestra
«apasionada intensidad», sin uso, esté al servicio del diablo. Visto desde este
punto, Watergate e incluso el fascismo son ambos alarmantemente comprensibles.
Hay una necesidad imperiosa en el hombre de
sentirse apasionado por algo — encontrar sentido y propósito como parte de un
gran designio que trasciende lo concerniente al puro ego—, dedicar las energías
de su vida al servicio de una más alta autoridad. Como sabemos, empezamos
nuestro viaje hacia la consciencia proyectando esta autoridad sobre figuras del
exterior que pueblan nuestro alrededor (padre, presidente, rey, emperador,
papa, cura, juez, gurú, etc.). En nuestra serie del Tarot, hasta ahora hemos
acompañado al héroe mientras experimentaba algunas de estas figuras
arquetípicas. Ahora, se enfrenta al Ermitaño. Si permanece abierto al mensaje
del fraile, seguirá su ejemplo y empezará a descubrir y sentir su propia chispa
interior, como hizo el Ermitaño. Si el héroe está dispuesto a observar y a
escuchar, el Sabio Anciano le puede ayudar a encontrar una lámpara propia, pero
si el héroe no está maduro todavía para el mensaje del Ermitaño, puede
interpretarlo mal, de varios modos diferentes.
Como vimos en conexión con otras figuras del
Tarot, una de las maneras de interpretar erróneamente el sentido de estos
personajes arquetípicos es pensar en tal figura de manera literal y no
simbólicamente. En el caso del Ermitaño, por ejemplo, el héroe podría dejarse
crecer barba, vestirse con un sayal y sandalias y partir hacia tierras lejanas,
en busca de un gurú en quien proyectar la sabiduría perfecta y la iluminación.
Podría también encontrar un gurú ya dispuesto y a mano, quizá equipado ya con
un grupo de seguidores atraídos por lo mismo y cuyas filas pasaría a engrosar.
En caso de que no encuentre a alguien en quien
proyectar el Sabio Anciano, nuestro héroe puede poner en escena a su joven e
inexperto sí-mismo. Si así fuera, el buscador podría iniciar un culto y atraer
a sus propios seguidores o bien, aplastado por el peso del rol del arquetipo
para el que no está de ninguna manera preparado, podría retirarse de la vida en
absoluto. Podemos encontrarlo entonces, sentado en la plaza pública, con los
ojos en blanco como una estatua; «petrificado», alejado de la humanidad y de la
responsabilidad humana normal.
Identificarse con un arquetipo a cualquier edad
puede tener consecuencias fatales. Puede uno engreírse, hincharse, fuera de la
escala de las dimensiones humanas o aplastado por el peso de lo imposible;
puede uno quedar reducido a un estado depresivo, como un vegetal. En ambos
casos la personalidad humana queda tergiversada. El hecho cierto es que un
personaje arquetípico es sobrehumano. Uno no puede jamás convertirse en una
figura ar-quetípica. Cualquier intento en este sentido carece de esperanza y
tiene elementos de tragedia. Pero cuando un joven reemplaza la capucha del
feliz Loco por la del Ermitaño, el resultado es doblemente penoso, pues
parecería que no sólo ha aspirado a lo imposible, sino que además ha abandonado
en el camino las potencialidades doradas propias de la juventud. Es como si su
calendario interior hubiera quedado revuelto.
Por supuesto, es nuestro calendario exterior y
nuestra cultura la que está torcida, y nuestro tiempo fuera de límites. En la
confusión actual, en nuestra búsqueda del Sabio Anciano que pudiera ayudarnos,
nos hemos convertido todos en Hamlets: a veces descargamos nuestra espada sobre
la irresponsabilidad, y al minuto siguiente nos enterramos en soliloquios
conflictivos. Cada uno de nosotros está tentado vagamente de creer que él
«nació para arreglarlo» (¡Oh, maldito rencor!).
Seres humanos de todas las edades, que navegan en
la marisma cultural separados del dios interior, buscarán el espíritu en
cualquier lugar, a veces, incluso en lugares no sagrados. Como reveló la
Alemania de Hitler, cuando, enfrentados a la confusión, muchas personas se
agarraron al primer uniforme propuesto, y salieron al paso de la oca a salvar
el mundo. Todas las guerras son en algún sentido «guerras santas», esto es un
axioma. Es igualmente cierto que incluso los hábitos de un pacífico monje o
gurú tienen el poder de convertirse en un uniforme, tan mortal como cualquier
alternativa de gobierno.
Buscamos al Sabio Anciano, pues pertenece a
nuestra naturaleza instintiva el hacerlo y nos vemos conducidos hacia él por
las ansiedades y los miedos de la civilización moderna. Uno de los impulsos más
modernos es el que observó W. H. Auden: el terror al anonimato. En su poema «la
edad de la ansiedad», caricaturizó nuestra época y habló por boca de todos al
decir:
Los miedos que conocemos
Son de no saber. Nos traerá la noche
alguna orden horrible. Mantener una ferretería
en un pequeño pueblo... ¿Enseñar de por vida
ciencias a niñas progresistas? Se hace tarde.
¿Va a preguntársenos algo alguna vez? ¿Somos
simplemente
no deseados en absoluto?
Por supuesto que se nos ha deseado varias veces
ya. ¿Hay alguien ahí? El famoso viajante de Walter de la Mare lo preguntó hace
ya medio siglo. Varias veces ya en nuestras vidas nos hemos enfrentado a ello,
pero nadie ha captado el drama y el misterio de esa confrontación más
agudamente que de la Mare:
¿Hay alquien ahí? preguntó el Viajero
golpeando la puerta iluminada por la luna;
Y su caballo, en el silencio mordisqueaba las
hierbas
del suelo de heléchos del bosque:
Y un pájaro salió volando de la torre,
por encima de la cabeza del Viajero:
Y este llamó a la puerta por segunda vez:
¿Hay alguien ahí? preguntó.
Pero nadie
respondió al Viajero. A diferencia de T. S. Eliot, quien nos lo describió como
a un «hombre vacío», incapaz de responder, de la Mare imaginó nuestra morada
interior como una «multitud de fantasmas que escuchan», que oyeron llamar al
Viajero, pero que no respondieron a su llamada. Uno puede ver a estos escuchas
que se protegen silenciosos en las sombras, helados de miedo, no diferentes de
muchos ciudadanos de hoy que se niegan a contestar por la calle al grito de un
extraño, no vaya a ser que se vean «comprometidos». ¿Hay alguien ahí? Quizá el barbudo Ermitaño representado
anteriormente ha regresado para ofrecernos una nueva posibilidad para esta
pregunta mientras eleva su linterna y penetra en nuestra oscuridad.
Si en la realidad tuviéramos que enfrentarnos con
esta figura en una noche oscura, haríamos un alto en la sombra para observarle
antes de dar un paso adelante para identificarnos. Una mirada a los dulces ojos
de este monje nos indica que ha caminado con esfuerzo a través de los siglos,
no para predicar ni para reprendernos por hacer algo mal. Sentimos que lo que
quiere realmente es saber quién, si es que hay alguien, está «ahí», y que va a
aceptar cualquier respuesta que vayamos a darle, incluso nuestro silencio, si
es eso todo lo que tenemos que ofrecerle. Sus ojos miran sin miedo, con calma,
llenos de admiración, completamente abiertos. Podemos imaginar que su mente y
su corazón están igualmente abiertos. Su expresión parece combinar la
admiración de la niñez con la paciencia de la experiencia.
En muchos otros aspectos, este extranjero parece
encarnar aspectos de los dos polos opuestos del ser. Su barba y su lámpara no
sugieren la enseñanza y el espíritu masculinos, el fogoso yang, el polo
positivo de la energía, mientras que su airosa capa y su gentil ademán nos
indican una relación cercana al oscuro yin, la terrenal naturaleza femenina.
Como san Francisco, debe de sentir una relación íntima y tierna con el hermano
Sol y la hermana Luna, con todos los pájaros y bestias; al mismo tiempo, este
ermitaño debe de tener el mismo aguante que san Antonio, quien resistió a miles
de demonios, la aberración monstruosa del espíritu humano que tienta al hombre
en su soledad. Quizá este Sabio Anciano ha regresado para enseñarnos el
olvidado arte de la soledad.
Hoy en día se ha convertido ya en algo aceptable
que somos una multitud solitaria. Los psicólogos nos han dicho cómo
enmascaramos nuestro aislamiento pétreo en una asociación compulsiva espiritual
que tiene poca relación con la relación humana. Nos han enseñado cómo defender
nuestra tierna inseguridad con la armadura de la conformidad social. Algunas
veces podemos ver estas terribles visiones internas plasmadas de un modo que
hace temblar nuestros huesos. Atrapado en el metro en lo que llaman «hora
punta», uno puede encontrarse como parte integrante de una horda de zombies
anónimos, cada uno inmovilizado en un confinamiento solitario público, y cada
uno encasillado en el propio símbolo de su status social, cada uno armado
contra todo contacto humano, pero además cada uno protegido contra la verdadera
soledad.
Siendo una nación de extra vertidos, nos hemos
dirigido naturalmente a la terapia de grupo como antídoto para este
aislamiento. Llenas de esperanza y de coraje, las almas timoratas se programan
afanosamente alrededor de dinámicas de grupo, de encuentros de fin de semana
para conseguir el descubrimiento del cuerpo, de lecciones llenas de alegría en
grupos de meditación y así sucesivamente. En cada una de las estaciones de esta
estéril peregrinación se preguntan tristemente los unos a los otros « ¿Quién
soy yo? Tócame. Siénteme... reacciona a mi presencia... dime quién soy». ¿Nos
hemos separado tanto de nuestra razón de ser interior que existimos solamente
en relación con los demás?
Cada vez parece más difícil aceptar los parajes
solitarios que llevan a la autorrealización. El arte de la individuación,
convertirse en el único yo-mismo es (como su nombre indica) una experiencia
intensamente personal y a veces muy solitaria. No es un fenómeno de grupo,
comporta la difícil labor de desprender la propia identidad de la masa de la
humanidad. Para descubrir quiénes somos, tenemos que extraer finalmente
aquellas partes de nosotros mismos que hemos proyectado en otros, aprendiendo a
encontrar en el fondo de nuestra psique las fuerzas y carencias que habíamos
visto previamente solamente en otros. Estos reconocimientos se facilitarán si
podemos retirarnos de la sociedad por breves períodos y aprender a dar la
bienvenida a la soledad.
Como compensación, estos períodos de introversión
nos traen el beneficio de un incremento en la vida de la imaginación. Al
faltarnos otra compañía, los personajes de nuestro mundo interior salen a
escena. Estos personajes aparecen a menudo como entidades vivas. Nos
comprometen en diálogos inspirados; nos exigen que pintemos su retrato o que
escribamos su historia. Algunas veces, nos cantan trayéndonos nuevas y frescas
melodías. Aquí el Ermitaño puede ayudarnos. Si, engreídos por la desbordante
inspiración creativa, tratamos de sobrevolar nuestro ser humano, puede
ayudarnos a aterrizar de nuevo y escoger en este fuego dorado la llamita que
resulte adecuada para nuestra única y humana lámpara.
Hoy en día cada vez son más los que,
desencantados por la esterilidad espiritual del paisaje exterior y la
colectividad impersonal de nuestra sociedad, buscan conscientemente la luz
interior oculta; y es evidente que los seres humanos, por lo general reciben
más bienes de la introspección que los que les pueda aportar nuestra cultura.
Por ejemplo, estudios recientes nos dicen que en varias comunidades se resisten
al intento de que les organicen un autocar que los devuelva con rapidez a sus
hogares a través del tránsito, pues dicen que el tiempo que dedican a conducir
hacia o desde el trabajo es la «única oportunidad» que tienen de estar solos.
Quizá, con la ayuda del Ermitaño, nos podríamos atrever a permitirnos a
nosotros y a otros la oportunidad de una introversión creativa en
circunstancias favorables. Tales períodos de soledad no son morbosos ni
antisociales; pueden devolvernos al mundo con una energía renovada para la
acción y un agudizado sentido de nuestra identidad y de nuestro rol especial en
relación con el mundo.
En el libro Ego
y arquetipo, Edward Edinger reflexiona sobre el significado de la palabra
«solitario», tal y como se utiliza en uno de los Evangelios Gnósticos. Señala
que, en el origen griego, la idea de «soltero» o «solitario» puede traducirse
también por «unido». Para ilustrarlo cita un fragmento del Evangelio de Tomás: «... Yo (Jesús) digo esto: Cuando (una persona)
se encuentre solitaria estará llena de luz, pero cuando se encuentre dividida,
estará llena de oscuridad». Pero, inevitablemente, cada uno de los que
consiguen este tipo de unión interior, han de pagar el precio de la soledad, la
culpabilidad y el sufrimiento, como le sucedió a Prometeo. En Relaciones entre el Yo y el Inconsciente,
Jung amplió esta idea de la siguiente manera:
«El libro del Génesis representa el acto de
devenir consciente como la ruptura de un tabú, como si adquirir conocimiento
significara que una barrera sagrada hubiera sido saltada sin piedad. El Génesis
tiene razón seguramente, ya que cada paso hacia una mayor consciencia es una
forma de culpa prometeica. A través de tal acto, se les roba en algún sentido
el fuego a los dioses. Esto quiere decir que algo que pertenecía al poder del
inconsciente fue arrancado de alguna manera de sus conexiones naturales,
pasando a subordinarse a la elección consciente. El hombre que ha usurpado el
nuevo conocimiento sufre, sin embargo, una transformación o ampliación de su
conciencia que ya nunca más se parecerá a la de sus compañeros. Se ha elevado
por encima del nivel humano de su tiempo (“seréis como Dios”) y, al hacerlo, se
ha alejado a sí-mismo de la humanidad. El dolor de su soledad es la venganza de
los dioses.. .»
Jung aclara en algún otro lugar que la alienación
experimentada por el solitario no supone un extrañamiento de su naturaleza
humana. Significa simplemente que ya no permanece unido en la «participación
mística», la inconsciencia primitiva compartida por toda la humanidad. Esta
persona no tiene que permanecer alejada físicamente del mundo y de sus
problemas; por el contrario, habiendo conseguido una unidad interior segura, puede
sentirse más capacitada para exponerse al caos de los acontecimientos diarios,
y con menos miedo a quedar confundido por ellos o a verse inmerso de nuevo en
la inconsciencia anterior de la masa. En principio, tal persona seguirá
involucrada en la vida, pero será así de una manera nueva. El hecho de que esta
actitud no requiere manifestarse mediante actos o palabras extrañas se ve
deliciosamente representado en la ilustración siguiente. Su título
es: Ermitaño Zen ejecutando burlonamente
las labores del hogar. Me parece que estos pequeños monjes tienen algo
importante que decirnos sobre lo que significa la verdadera individuación. A
pesar de que la nueva visión puede traernos nuevas ideas y oportunidades,
esencialmente, en el puro centro del autoconocimiento yace la capacidad de
aceptar la propia vida, (por simple y sencilla que sea) y ejecutar las labores
necesarias de una manera auténtica. Personalmente creo que es más fácil hacer
pronunciamientos sentenciosos que barrer los suelos y lavar la vajilla de forma
«jocosa».
En el sentido mencionado anteriormente, quien
haya alcanzado algún grado de autorrealización, es un «solitario» en relación
con el resto de la humanidad y está abocado a seguir así hasta que los demás,
cada uno a su turno y según su particular manera, alcancen un estadio de
iluminación similar. Incluso más solos que un ermitaño, dice Jung. La raza
humana, en virtud de su capacidad única para la consciencia, se encuentra sola
en este planeta y separada de cualquier criatura viviente, debido a las
diferencias psíquicas que existen entre ellos. Jung explica la situación del
hombre de esta manera:
«Él es, en este planeta, un fenómeno único que no
puede compararse a ningún otro. La posibilidad de compararse y, por lo tanto,
de que surgiera el autoconocimiento, se daría tan sólo si pudiera establecer
relación con los mamíferos casi humanos que habitan otras estrellas. Los
diferentes grados de autoconocimiento dentro de su propia especie son poco
significativos comparados con las posibilidades que aparecerían en el encuentro
con criaturas de estructura similar pero origen distinto... Hasta entonces, el
hombre ha de seguir pareciéndose al ermitaño.»
Queda por ver si nuestra exploración en campos
más lejanos, al encararnos con criaturas humanoides, podría ampliar nuestro
actual campo de consciencia. El comentario de Jung indica que tal confrontación
podría suponer una ayuda beneficiosa para una consciencia más amplia.
Tradicionalmente, cuando la humanidad se ha visto
enfrentada a un callejón sin salida en su evolución consciente, ha alzado los
ojos al cielo en busca de salvación. En la antigüedad, esta ayuda se
experimentaba como la intervención de un dios o figura divina salvadora, que
descendía milagrosamente de los cielos. En la actualidad, el arquetipo del
Salvador puede proyectarse a los habitantes de los Platillos volantes,
criaturas humanoides de consciencia supuestamente superior que algunos imaginan
sobrevolándonos como ángeles guardianes, esperando el momento propicio para
descender e iluminar nuestra oscuridad. En el caso de que estas criaturas
existieran, obviamente, su solo advenimiento no podría salvarnos. Como ya ha
mostrado la historia, un «salvador» puede, como máximo, ayudarnos a encontrar
el camino para salvarnos a nosotros mismos. Así pues, mientras unos suben a los
cielos para investigar la realidad de estos mágicos objetos redondos que
contienen la encarnación moderna del Sabio Anciano, el resto, nosotros,
volvemos la atención hacia nuestro interior, en busca de la parte contraria de
estas imágenes, pues éstas son las fuerzas que nos mueven en nuestra búsqueda
final, cosa que, de hecho, es su razón de ser.
En su ensayo Platillos
volantes: un mito moderno (en castellano “Sobre objetos que se ven en el
cielo”), Jung comenta ampliamente el significado psicológico de nuestro interés
por los ovnis. Apoya la idea de que (aparte de que sea cierto que existan estos
objetos circulares en la realidad) es un hecho de significación psicológica
considerable que haya personas en todo el mundo que digan haberlos visto en los
cielos, o hayan experimentado su presencia en sueños y visiones. Comparando el
Ovni con el mandala, la rueda solar y el «Ojo de Dios», Jung dice después:
«En la antigüedad, los ovnis podían entenderse
fácilmente como “dioses”. Son manifestaciones implícitas de la totalidad, cuya
forma redonda, simple, representa el arquetipo del sí-mismo, el cual, como
sabemos por experiencia, juega un papel importante en la unión de los opuestos
aparentemente irreconciliables y es por eso el medio más apto para compensar la
mente dividida de nuestra época. Tiene un papel particularmente importante
entre los otros arquetipos, ya que es el primero en regular y ordenar los
estados caóticos, dando a la personalidad la mayor unidad posible, así como la
plenitud.»
Considerando el fenómeno ovni como una
compensación para nuestra cultura de orientación grupal, Jung dice que «los
signos aparecen en los cielos de modo que todos puedan verlos. Son como una
pregunta para que cada uno de nosotros recuerde su alma y su totalidad, pues
ésta es la respuesta que Occidente tiene que darle al peligro de la
masificación».
El Ermitaño del Tarot puede, pues, simbolizar la
humanidad que camina solitaria por esta tierra, llevando solamente la pequeña
luz de la consciencia diaria para iluminar la creciente masifica-ción que trata
de apoderarse de este mundo. El hombre está al borde de una revolución en
potencia de la consciencia humana. Quizá la ayuda deseada descienda de los
cielos, quizá se halle solamente en la constelación celestial que poseemos en
nuestro interior.
El número nueve del Ermitaño refleja muchas de
las ideas expresadas aquí. Manteniéndose en pie, el más alto entre los dígitos
únicos, el nueve, representa la altura máxima del poder alcanza-ble por un solo
número. En el contexto del comentario de Jung, podríamos observar el número
nueve como el símbolo del punto más alto de la consciencia que puede alcanzar
el Ermitaño, como hombre, hasta que pueda enfrentarse a otra criatura que tenga
igual capacidad de comprensión, o bien hasta que pueda descubrir, dentro de su
propia psique, dimensiones de conocimiento desconocidas hasta ahora.
En caracteres arábigos, (el número nueve escrito
como un círculo con un uno como cola) presagia al número diez, en el cual la
energía contenida en los círculos celestiales, se atrae a la tierra para
permanecer al lado del número uno y entonces, con una nueva configuración,
iniciar un nuevo ciclo de dimensiones ampliadas. Cuando esto sucede
psicológicamente, la pequeña llama de la lámpara del Ermitaño se transforma en
una iluminación de enormes proporciones.
En nuestro planeta, el número nueve es también un
número de gestación humana, el período de preparación necesario para la
creación de un nuevo ser. Para nosotros es también, según parece, un tiempo de
preparación y de gestación. Mientras cada uno de nosotros no haya accedido a su
propia lámpara, podríamos vernos cegados o destruidos por un flujo demasiado
amplio de la iluminación celestial.
Históricamente también, este número nueve está
conectado con la idea de gestación e iniciación. Apolonio de Tiana, el
neo-platónico griego, lo consideraba un número sagrado. Sus discípulos llevaban
este número como un amuleto y consideraban a parte la hora novena como tiempo
de silencio. Prohibió a sus seguidores que pronunciasen este número en voz
alta. Los candidatos a ser iniciados en los misterios de Eleusis atravesaban un
período de nueve días. También para los romanos el nueve tenía un papel
iniciático; celebraban un rito de purificación para todos los infantes varones
en el día noveno después de su nacimiento. Enterraban a sus muertos en el
noveno día y celebraban una fiesta llamada «no-venalia» cada nueve años, en
memoria del muerto. Esta costumbre está aún viva en las novenas, un rito
católico de oración celebrada durante nueve días consecutivos para rezar por
las almas del purgatorio.
Matemáticamente, también el nueve tiene
cualidades misteriosas, pues vuelve sobre sí mismo siempre. Por ejemplo: 1 + 2
+ 3 + 4 + 5 + 6 + 7 + 8 + 9 = 45, la suma de cuyos dígitos es 9. De manera
similar, 9 + 9 = 18 = 9. También 9 multiplicado por cada dígito del 1 hasta el
9 produce un resultado que se reduce a nueve. Es fácil, pues, comprender por
qué el nueve es el número de la iniciación, puesto que simboliza el viaje del
iniciado hacia su autorrealización. Sea cual sea la circunstancia en la cual el
iniciado empiece su viaje y sea cual sea la experiencia que encuentre en su
camino, al final debe, también él, volver hacia sí-mismo.
Como sucede con todas las figuras arquetípicas,
si descuidamos captar sus mensajes voluntariamente, nos veremos obligados a
ello a la fuerza. Por ejemplo, el no atender a la llamada del Ermitaño a la
introversión, puede dar como resultado una soledad forzada y un aislamiento
derivadas de una enfermedad mental o psíquica. Si sabemos observar y escuchar,
podemos aprender de este Sabio Anciano el arte de retirarse voluntariamente de
la sociedad e introducirse de nuevo en ella de regreso, en el momento oportuno.
Cuando el mundo exterior reclama nuestra atención, no podemos permanecer hibernados
en nuestra introversión como el oso en su oscura caverna, ni podemos vernos
forzados a la extraversión llevando constantemente la máscara de la sonrisa del
posadero, porque nuestra verdadera identidad está todavía oculta, desconocida
en el sótano de nuestro ser.
Tal como
está representado el Ermitaño en el Tarot de Marsella, nos señala su capacidad
para hacer una discreta retirada y volver después. Es un personaje solitario,
aunque vista los hábitos de una orden religiosa con los cuales debe de mantener
algún contacto. Está representado en camino, lo que acentúa su capacidad para
la marcha entre estos dos mundos.
Así como nuestro ritmo vital es medido
alternativamente por la inhalación y la exhalación, de la misma manera sigue un
modelo rítmico nuestra necesidad de introversión y extraversión. El Ermitaño es
un maestro que nos ayuda a conocer nuestro propio pulso. Por la forma en que se
curva su báculo, y su hábito con él, nos sugiere un ritmo tan natural como el
de respirar. El plácido andar del fraile se hace eco del sereno «tempo» de su
meditación. Visto a la media luz del ensueño, este Ermitaño parece moverse
firmemente; el movimiento de su marcha apunta ya el gesto de su retorno. Parece
estar diciéndonos que la vida es un proceso, no un problema, que el Tao es un
viaje, no una meta.
Buda dijo: «El mundo es un puente, crúzalo; pero
no construyas nada sobre él». Con la linterna que guía sus pasos, el Ermitaño
no necesita casa. No está encargado de posesiones personales. Hoy muchos imitan
su libertad en cuanto a las posesiones gravosas del hogar. Desprendiéndose de
los bienes acumulados durante una vida, se trasladan a casas móviles, (tiendas
de campaña o furgones), vagando por los bosques en busca de la serenidad.
Desgraciadamente, liberarnos de nuestra carga psicológica no es fácil. La
siguiente historia puede ser ilustrativa de ello; se refiere a un joven rebelde
que, desprendiéndose de todas sus pertenencias materiales, cruzó el océano para
consultar a un gurú famoso.
«Oh, Maestro» empezó diciendo sin aliento el
buscador fervoroso, «Estoy avergonzado por no haber traído ningún regalo, vivo
ahora con las manos vacías» y el maestro le contestó pausadamente: «Lo sé,
hijo, lo sé; déjalo, pues».
Nuestro Ermitaño es sin duda este sabio. Es obvio
que la luz de su lámpara penetra la oscuridad espiritual tanto como la
temporal, puesto que el cielo que tiene encima es claro y sin nubes. Su visión
interior penetra las divisiones arbitrarias de tiempo y espacio para revelarnos
unos patrones del eterno presente llenos de significado. Consigue ver tan
profundamente en el presente que aclara todo el tiempo: el pasado, el futuro,
así como su interrela-ción. Más adelante, la evidencia nos confirmará el hecho
de que a este sabio, como a Merlín, se le atribuye la posesión del tiempo, ya
que en algunas barajas antiguas se le dibuja con un reloj de arena y a esta
carta se le llama el Tiempo.
Este Viajero utiliza su lámpara para iluminar su
propia oscuridad. Su luz brilla para otros, por supuesto, pero no lo hace de
modo deliberado. Si las vidas son iluminadas a su paso, se deberá a que ha
ayudado quizá de la única manera en la que el ser humano puede ayudar a los
demás, esto es; siendo plenamente él mismo. En mi opinión, este Sabio ilumina
la sabiduría de una antigua plegaria incomprendida atribuida a los Amigos que
dice así: «Dios me libre de ser “útil”».
Quizá hoy más que nunca andamos sobre un suelo
totalmente nuevo. En nuestro mundo actual no existen patrones establecidos de
antemano, no hay un foco central utilizable por todos. Cada uno de nosotros
debe de encontrar la manera de encender su propia chispa. Como ha demostrado la
historia, no podemos depender de autoridades del «más allá» que nos suministren
respuestas iluminadoras para aclarar los problemas planteados por la vida
actual. En los años recientes, nosotros, las gentes de mundo civilizado, nos
hemos sentado frente a los televisores, indefensos, viendo cómo historias de la
vida real, historias de corrupción y derrota, de depresión y revolución,
sobrepasando las barreras naturales, sociales, políticas e incluso nacionales,
invaden nuestras salas de estar para alcanzar a nuestras conciencias y
despertar nuestro espíritu. Durante todo este tiempo, el Ermitaño podría haber
permanecido en pie, entre bastidores, esperando la señal para actuar. Quizá la
oscuridad comience a disiparse de modo que el silencioso mensaje del Ermitaño
aparezca claramente para todos nosotros: «Cada uno de nosotros debe descubrir
su propia luz interior. En el momento en que traspasamos nuestra visión
interior y nuestra responsabilidad a un imaginario «hermano mayor», sea
político, psicólogo o gurú, hemos perdido, tanto nuestra identidad cultural
como nuestra propia humanidad.
Si no lo
sacas de ti mismo, ¿dónde vas a ir a buscarlo? Esta vieja cantinela
resuena con fuerza en nuestros oídos. Quizá más que nunca debemos cobrar
conciencia ahora de que la luz que buscamos no es una luz pre-dispuesta que nos
llegará algún día del espacio exterior en un platillo volante... Hemos de
hacernos a la idea de que el Espíritu Santo no es algo externo a nosotros, algo
que algún día con suerte llegaremos a alcanzar. El Espíritu Santo es una
minúscula llama creada de nuevo con cada ser humano en cada generación. Con
cada inspiración incitamos o accedemos al «pneuma » y recreamos el Espíritu. El
Cristo es concebido, no hecho, lo que equivale a decir que Él nace de nuevo en
cada uno de nosotros.
Prometeo
robó el fuego del cielo y lo acercó a la humanidad. Me gusta pensar que el
Ermitaño devuelve algo de este fuego sagrado a su fuente. Eso es lo que cada
uno de nosotros hace al recrear el Espíritu.
¿Hay
alguien ahí fuera? El Ermitaño espera nuestra respuesta.
Sobre la autora: Sallie Nichols estudió en el C.G. Jung Institute de Zürich, mientras Jung estaba todavía al frente, y profundizó en la psicología arquetípica. Desde entonces ha enseñado, principalmente en el C.G. Jung Institute de Los Angeles, simbolismo del Tarot.