lunes, 15 de febrero de 2021

El bien y el mal desde la perspectiva del alma. C. G. Jung

Con estos párrafos inicia Jung el capítulo de su autobiografía titulado "Últimos pensamientos". Es impresionante la lucidez con la que expone temas tan dificiles como la relatividad y realidad tanto del bien como del mal, y lo apremiante que es este tema para nuestros tiempos. Jung nos dice que no deberíamos caer en el mal, pero tampoco en el bien, que "caer" es perder completamente el lugar de la consciencia al enfrentar una cuestión tan cargada de ideales y de prejuicios. Nos asegura que, en último análisis, decir que el mal o el bien son relativos, no significa negar su realidad. Sea esta una invitación a leer el capítulo, sino el libro completo ("Recuerdos, Sueños y Pensamientos" se titula la autobiografía hecha a dos manos con su secretaria y amiga Aniela Jaffé). Esta traducción proviene de otra colección que recomendamos ampliamente: "Encuentros con la Sombra", de editorial Kairós.


"El mito cristiano permaneció inexpugnable durante todo un milenio hasta que en el siglo XI comenzaron a advertirse los primeros síntomas de una transformación de la consciencia. A partir de ese momento, la inquietud y la duda fueron en aumento hasta que, a fines del segundo milenio, vuelven apercibirse los atributos de una catástrofe mundial que amenaza a la consciencia. Esta amenaza consiste en una hipertrofia de la consciencia -una hubris, en otras palabras- que puede resumirse en la frase: «No hay nada superior al hombre y sus hazañas». El mito cristiano ha perdido su trascendencia y, con ella, ha desaparecido también la noción de totalidad ultramundana propuesta por el Cristianismo. 


Imagen de El Libro Rojo de Jung
A la Luz sigue la oscuridad, la otra cara del Creador, y este proceso ha alcanzado su punto culminante en el siglo XX. Esta emergencia del mal, cuya primera erupción violenta tuvo lugar en Alemania, coloca al Cristianismo frente al mal (re presentado por la injusticia, la tiranía, la mentira, la esclavitud y la opresión de la consciencia) y revela hasta qué punto el Cristianismo ha sido socavado en el siglo XX. El mal ya no puede seguir justificándose con el eufemismo de la privatio boni y se ha convertido en una realidad determinante que ya no puede eliminarse del mundo por medio de una simple paráfrasis. A partir de ahora debemos aprender a controlarlo porque va a permanecer junto a nosotros aunque, de momento, resulte difícil concebir cómo podremos convivir con él sin experimentar sus terribles consecuencias.


En cualquier caso, lo cierto es que necesitamos una reorientación, una metanoia. Permanecer en contacto con el mal supone correr el riesgo de sucumbir a él. Sin embargo, ya no podemos seguir sucumbiendo, ni siquiera al bien. Un bien en el que «caemos» deja de ser un bien moral. No se trata de que se convierta en algo malo sino de que el mismo hecho de sucumbir puede generar todo tipo de problemas. Cualquier forma de adicción -ya se trate de la adicción al alcohol, a la morfina o al idealismo - es mala. Debemos dejar de pensar en el bien y el mal como términos absolutamente antagónicos. Debemos dejar de lado el criterio de la acción ética que considera que el bien es un imperativo categórico y que podemos soslayar el llamado mal. De este modo, al reconocer la realidad del mal necesariamente relativizaremos al bien y al mal y comprenderemos que ambos constituyen paradójicamente dos mitades de la misma totalidad.


En la práctica esto significa que el bien y el mal dejan de ser incuestionablemente evidentes y que debemos caer en cuenta de que es nuestra propia valoración la que los hace tales. Sin embargo, todo juicio humano es imperfecto y, por consiguiente, no podemos seguir creyendo ingenuamente en la infalibilidad de nuestros juicios. El problema ético sólo se presenta cuando comenzamos a poner en cuestión nuestras valoraciones morales. Pero que el «bien» y el «mal» sean relativos no significa que se trate de categorías inválidas o inexistentes.


Por otra parte, sin embargo, continuamente nos vemos en la obligación de tomar decisiones morales y de asumir las consecuencias psicológicas que necesariamente acompañan a nuestras decisiones. Como he señalado en otras ocasiones, todo error cometido, pensado o deseado volverá nuevamente a nuestra alma. Los contenidos de nuestros juicios dependen del lugar y del momento y, por tanto, asumen formas muy diversas. Toda valoración moral se asienta en la aparente certidumbre de un código moral que pretende saber exactamente lo que es bueno y lo que es malo. Pero una vez que hemos descubierto lo inseguro de sus fundamentos, cualquier decisión ética se convierte en un acto creador subjetivo.


Es imposible eludir el tormento de la decisión ética. No obstante, por más extraño que pueda parecer, debemos ser lo suficientemente libres como para evitar el bien y para hacer el mal si nuestra decisión ética lo requiere así. Dicho en otras palabras, no debemos caer en ninguno de los opuestos. En este sentido, el neti,neti de la filosofía hindú nos proporciona un patrón moral sumamente útil. En determinados casos el código moral se abroga y la decisión ética se deja en manos del individuo. Esto no es nada nuevo, en definitiva se trata de una antigua idea conocida en la época prepsicológica como «conflicto de obligaciones».


Como norma general, sin embargo, el individuo es tan inconsciente que suele ignorar totalmente su propia capacidad de elección y busca ansiosamente en el exterior normas y reglas que puedan orientar su conducta. Gran parte de la responsabilidad de esta situación reside en la educación, orientada exclusivamente a repetir viejas generalizaciones pero totalmente silenciosa respecto de los secretos de la experiencia personal. De este modo, individuos que ni viven ni vivirán jamás de acuerdo con los ideales que proclaman, enseñan todo tipo de creencias y conductas idealistas sabiendo de antemano que nadie va a cumplirlas y, lo que es todavía más grave, nadie cuestiona siquiera la validez de este tipo de enseñanza.


Así las cosas, para obtener una respuesta al problema del mal en la actualidad es absolutamente necesario el autoconocimiento, es decir, el mayor conocimiento posible de la totalidad del individuo. Debemos saber claramente cuál es nuestra capacidad para hacer el bien y cuántas vilezas podemos llegar a cometer. Si queremos vivir libres de engaños e ilusiones debemos ser lo suficientemente conscientes como para no creer ingenuamente que el bien es real y que el mal es ilusorio y comprender que ambos forman parte constitutiva de nuestra propia naturaleza.


Sin embargo, aunque hoy en día existan personas que tengan gran comprensión de sí mismas, la mayor parte de nosotros distamos mucho de poseer este nivel de autoconocimiento. El autoconocimiento es de capital importancia porque nos permite acercarnos a ese estrato fundamental, a ese núcleo esencial del ser humano en el que moran los instintos y radican los factores dinámicos preexistentes que determinan las decisiones éticas de nuestra consciencia. Este núcleo es el inconsciente y sus contenidos, acerca de los cuales no podemos emitir ningún juicio definitivo. Cualquier idea que nos hagamos del inconsciente será errónea porque nuestra capacidad cognitiva es incapaz de comprender su esencia y de imponerle límites racionales. Para alcanzar el conocimiento de la naturaleza es necesaria la ciencia, que amplía nuestra consciencia y, de la misma manera, para profundizar nuestro autoconocimiento necesitamos de la ciencia, es decir, de la psicología. No es posible construir un telescopio o un microscopio, por ejemplo, a fuerza de buena voluntad sino que para ello es necesario tener profundos conocimientos de óptica.


Hoy en día la psicología resulta de capital importancia. Nuestro conocimiento del ser humano es tan parcial y distorsionado que el nazismo y el bolchevismo nos han dejado perplejos y confusos. Estamos frente al mal y no sólo ignoramos lo que se halla ante nosotros sino que tampoco tenemos la menor idea de cómo debemos reaccionar. Y aunque supiéramos responder seguiríamos sin comprender «cómo ha podido suceder esto». Con manifiesta ingenuidad un estadista afirma que no tiene «imaginación para el mal». Efectivamente, no tenemos imaginación para el mal porque es el mal el que nos tiene a nosotros. Unos quieren permanecer ignorantes mientras que otros están identificados con el mal. Esta es la situación psicológica del mundo actual. Hay quienes se llaman cristianos y creen que pueden aplastar el mal a voluntad; otros, en cambio, han sucumbido al mal y ni siquiera pueden ver el bien. El mal ha terminado convirtiéndose en un poder visible. La mitad de la humanidad crece en el seno de una doctrina basada en la especulación mientras la otra mitad enferma por falta de un mito adecuado a la situación. El pueblo cristiano ha llegado a un callejón sin salida, la cristiandad dormita y hace siglos que olvidó revitalizar sus mitos.


Nuestro mito ha enmudecido y ha dejado de dar respuestas a nuestras preguntas. Como dicen las sagradas escrituras, la culpa no es suya sino exclusivamente nuestra ya que no sólo hemos dejado de desarrollarlo sino que hemos reprimido todos los intentos realizados en ese sentido. La versión original del mito nos ofrece un amplio punto de partida y múltiples posibilidades de desarrollo. Al mismo Cristo, por ejemplo, se le atribuyen las siguientes palabras: «Sed astutos como las serpientes y mansos como las paloma s». Pero ¿para qué se necesita la astucia de las serpientes y qué tiene que ver ésta con la inocencia de las palomas?


La cristiandad sigue sin contestar a la antigua pregunta gnóstica « ¿De dónde proviene el mal?» y la cauta insinuación de Orígenes de la posible redención del mal sigue siendo calificada como herética. Hoy nos vemos obligados a reformular esta pregunta pero seguimos con las manos vacías, desconcertados y confusos y ni siquiera podemos explicarnos que -a pesar de la urgencia con la que lo precisamos- no existe ningún mito que pueda ayudarnos. La situación política y los aterradores -por no decir diabólicos- avances de la ciencia despiertan en nosotros secretos estremecimientos y oscuros presagios. Pero ignoramos la forma de salir de esta situación y hay muy pocas personas que crean que la posible solución descanse en el alma del ser humano.


De la misma manera que el Creador es completo también lo es Su criatura, Su hijo. El concepto de totalidad divina es global y nada puede separarse de Él. No obstante, sin ser conscientes la totalidad se escindió y de esa división se ori ginó el mundo de la luz y el mundo de las tinieblas. Esta situación, como podemos advertir en la experiencia de Job o en el ampliamente difundido Libro de Enoch (pertenecientes al período inmediatamente precristiano) estaba claramente prefigurada antes incluso de la aparición de Cristo. El Cristianismo perpetuó posteriormente esta escisión metafísica. Satán -que en el Antiguo Testamento pertenecía todavía al en torno próximo a Yahveh- constituyó a partir de entonces el polo eterno diametralmente opuesto al mundo divino. No se le podía extirpar. No debe, por tanto, sorprendemos que ya en los mismos comienzos del siglo XI apareciera la creencia de que el mundo no era una creación divina sino diabólica. Esta ha sido la nota predominante que ha caracterizado a la segunda mitad del eón cristiano, después de que el mito de la caída de los ángeles explicase que eran esos ángeles caídos los que habían enseñado al hombre el peligroso conocimiento de la ciencia y del arte. ¿Qué hubieran dicho esos viejos narradores de haber presenciado el desastre de Hiroshima?"


C. G. Jung.