Para la psicología analítica la personalidad está conformada por cuatro factores funcionales: Pensamiento, Sentimiento, Sensación e Intuición, y dos tipos de actitud: Extravertida (o “extrovertida” como popularmente la nombramos) e Introvertida, de tal manera que todos los seres humanos desarrollamos preponderantemente dos funciones y un tipo de actitud. El próximo semestre nos dedicaremos durante ocho encuentros a escudriñar y diferenciar estas funciones, estos tipos y las 16 clases de personalidad que se desprenden de ellos. En muchos aspectos esta no difiere de otras tipologías creadas por la psicología pero suma algo que es propio de una psicología realmente profunda: postula la existencia de una personalidad inconsciente o de un inconsciente que tiende a personificarse y a actuar autónomamente, todo lo cual podemos deducir por el funcionamiento de la consciencia. A través de su estudio buscamos comprender mejor los encuentros y desencuentros que se dan en nuestras relaciones cotidianas con los otros y con el mundo y, por supuesto, comprender también ciertos fenómenos en cuanto a la relación con nosotros mismos..
En su afán por hacerse entender, no era raro que Jung echara mano no sólo de su experiencia clínica, de elementos de la literatura y la filosofía e incluso de su propia biografía, también permitía que su creativa imaginación fuera una herramienta. A continuación transcribo un pequeño cuento sobre dos amigos que descubren lo opuestos que son, gracias a una experiencia compartida, aunque en principio parecía que tanto el más dirigido por el mundo objetivo (el extravertido) como el que se centraba más en su subjetividad (el introvertido), parecían estar muy cómodos en su mútua complementariedad.
“…dos jóvenes están dando un paseo por el campo y en su deambular ambos llegan a las inmediaciones de un bonito castillo. A los dos les gustaría contemplar su interior. El introvertido dice: «Me gustaría saber cuál es su aspecto por dentro». Y el extravertido responde: «Entremos, pues», al par que se apresta ya a traspasar la puerta. Entonces el introvertido le retiene: «Tal vez no esté permitido pasar», dice preocupado, mientras su mente es asaltada por una serie de confusas imágenes de violencia policial, denuncias, perros peligrosos, etc.; a lo que el extravertido contesta: «Siempre se puede preguntar. Verás cómo nos dejan entrar», mientras el trasfondo de su mente se llena de imágenes de ancianos y amables porteros, hospitalarios castellanos y posibles aventuras románticas. Gracias al optimismo del extravertido los dos consiguen entrar en el castillo. Pero es entonces cuando se produce lo inesperado. El castillo ha sido reformado por dentro, y todo lo que alberga son un par de salas y una colección de antiguos manuscritos. Casualmente, estos últimos despiertan el entusiasmo del joven introvertido. No ha hecho más que verlos y ya parece como si se hubiera operado en él una transformación. Sus ojos se abisman en la contemplación de los tesoros y sus labios dan paso a todo un cúmulo de exclamaciones de satisfacción. A continuación entabla una conversación con el vigilante, a fin de obtener de él toda la información que le sea posible. Pero como los resultados no responden a sus expectativas, pregunta si le sería posible reunirse en ese mismo momento con el bibliotecario, a fin de intercambiar un par de palabras con él. Su timidez ha desaparecido; los objetos despiden un seductor resplandor y el mundo presenta un aspecto completamente nuevo. Entretanto el humor del extravertido empieza a oscurecerse por minutos; su cara se vuelve cada vez más larga y empieza ya a contraerse en los primeros bostezos. Está claro que aquí no hay amables porteros ni caballeresca hospitalidad y que de románticas aventuras es inútil buscar ni la más remota huella. Lo único que tienen delante es un castillo transformado en un museo. En cuanto a los manuscritos, uno no necesita salir de casa para verlos. Mientras crece el entusiasmo del uno, el humor del otro empeora por momentos; el castillo le aburre, los manuscritos le recuerdan a una biblioteca, la biblioteca a la universidad, y la universidad a estudios y amenazadores exámenes. De forma paulatina, un velo sombrío viene a cernirse sobre el otrora tan interesante y atractivo castillo. El objeto se torna negativo. «¿No te parece genial —exclama el introvertido— que hayamos descubierto por pura casualidad esta increíble colección?». «Yo me aburro soberanamente», replica el otro, sin disimular ya por más tiempo su malhumor. El primero se enfada y se promete en su fuero interno no volver a viajar nunca más con un extravertido. Éste se enfada a su vez porque el otro se haya enfadado y piensa para sus adentros que en el fondo siempre ha sospechado que su compañero era un perfecto egoísta, por cuyos avaros intereses está echándose a perder para ambos el bonito día primaveral del que todavía podría disfrutarse ahí fuera.
¿Qué es lo que ha pasado? Los dos paseaban en compartida y feliz simbiosis hasta que llegaron a las puertas del fatal castillo. Allí, el pensador que todo lo medita antes de actuar, el (prometeico) introvertido, dijo: «Estaría bien verlo por dentro». El hombre de acción, el que sólo piensa las cosas después de hacerlas, el (epimeteico) extravertido, se ocupó a continuación de abrir una puerta11. Y es entonces cuando los tipos se invierten: al introvertido, el cual se había resistido hasta ese momento a entrar, ya no hay forma de hacerle salir, y el extravertido daría lo que fuera por retroceder a ese momento en el que no habían franqueado aún las puertas del castillo. El primero ha sido fascinado por el objeto; el segundo, por sus negativos pensamientos. Al posar sus ojos en los viejos manuscritos, la actitud del introvertido sufrió un vuelco. Su timidez desapareció, el objeto tomó posesión de él y él se entregó de buena gana a su poder. En cambio, el extravertido empezó a experimentar una cada vez más fuerte resistencia hacia el objeto, terminando por caer preso de su malhumorada subjetividad. Aquél se convirtió en un extravertido, éste, en un introvertido. Pero la extraversión del introvertido y la introversión del extravertido son diferentes de la extraversión del extravertido y la introversión del introvertido. Antes, mientras los dos paseaban juntos en feliz armonía, ninguno de ellos era causa de incomodidad para el otro, porque cada uno se conducía de conformidad con su verdadero natural. Ambos veían en su acompañante una compañía positiva, porque sus actitudes se complementaban. Sin embargo, el que éstas lo hicieran se debía a que la actitud de uno incluía siempre la del otro.” C. G. Jung. Dos Escritos sobre Psicología Analítica. O.C. Vol 7, §81, 82 Ed. Trotta, Madrid 2007